Es una historia muy antigua que habla de un anciano labrador que era viudo y vivía en una aldea junto a su hijo. El anciano, aunque no era rico, tenía un hermoso caballo blanco, que era envidiado por sus vecinos. Más de una vez ofrecieron dinero al anciano por su caballo, dinero que hubiese mitigado en mucho su pobreza.
Un día el caballo blanco desapareció, corriendo hacia las montañas y sus vecinos se acercaban a él para lamentar sus desgracias y ver su tristeza, pero el anciano aldeano sólo decía: “ ¿mala suerte? ¿buena suerte? ¿quién sabe? “.
Unas semanas después, el caballo apareció con una manada de caballos salvajes y, entonces, sus vecinos felicitaban al labrador por su buena suerte, pero el anciano se limitaba a decir: “¿mala suerte? ¿buena suerte? ¿quién sabe?“.
Un día, el hijo del labrador tomó uno de los caballos para montar en él, pero cayó y se rompió una pierna. Todos vuelven a considerar lo sucedido como una gran desgracia; otra vez más el aldeano repetía: “¿mala suerte? ¿buena suerte? ¿quién sabe?“.
Pasado un tiempo, entró el ejército en el poblado buscando a todos los jóvenes de la aldea para ser reclutados. Cuando vieron al hijo del labrador con la pierna rota, lo dejaron en la aldea y no lo llevaron con ellos a la guerra. Todos lloraban y hablaban al anciano de su fortuna. Él repetía: “¿mala suerte? ¿buena suerte? ¿quién sabe?“.
Este cuento de Sierra Leona nos enseña que aquello que en principio puede parecer malo, puede traer el bien y la buena suerte y, sin embargo, lo que puede parecer muy bueno, a primera vista, puede convertirse en algo dañino. Así, como el buen anciano, la postura más sabia es dejar que sea el tiempo quien juzgue cada uno de los hechos.
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